Pablo Neruda
Lloraba, y sus lágrimas caían angustiosamente formando
regueros de dolor en sus mejillas. Moría, y el alma huía corriendo de aquel
escenario de dolor llevado por las alas del sufrimiento.
Su vida no había sido larga, bonita o buena, sino
corta y muy jodida. Pensó en su madre, esperándole para cenar, manteniendo la
sopa caliente, mirando el reloj con impaciencia... ¿Lloraría su muerte o se
sentiría aliviada?
Le ardía el vientre y la lengua estaba tan seca que se
le pegaba al paladar. Dolía, y el dolor era bienvenido porque mientras durase
significaba que aun vivía, que su corazón aun golpeaba con fuerza en su pecho.
La gente gritaba a su alrededor, pero las palabras sonaban vacías y sin
significado; ninguna voz era distinta a las demás, todas eran frías, distantes,
anodinas como el sonido del altavoz anunciando la llegada de un nuevo tren en
la estación.
Moría, la vida se fugaba de su cuerpo esparciéndose
con el charco de sangre que rellenaba las fisuras del empedrado, dibujando en
el suelo figuras carmesí.